miércoles, 14 de septiembre de 2005

Felicidad simple

Qué bien nos dan de comer en la abadía, madre, esto es una perdición. Llevo tres días aquí y me siento como en casa, eso de no cocinar sienta estupendamente. Te levantas, te duchas, y bajas a desayunar, todo listo, rico, se comparte mesa con intelectuales parisinos que comentan espectáculos de danza y libros de los que no he oído hablar nunca y me transporto mentalmente al 68 (que no al 69 guarros, más que guarros) con todo su glamour de cuello alto y chaquetas de pana y adoquines y eso.

Luego a la biblioteca, que es la iglesia restaurada con su rosetón y todo, a leer leer leer mil cosas interesantes y a tomar nota de cosas más interesantes aún, que sólo me faltan las gafas para sentirme realizada plenamente. Cuando me da hambre, a comer. La mesa puesta me espera con cosas ricas y compañeros de mesa distintos pero igualmente interesantes. Hay quien estudia el estilo de un novelista ruso por métodos matemáticos, hay quien analiza sicológicamente las novelas de un escritor aparentemente esquizofrénico. Se come, se charla, se bebe vino y se come queso al final de la comida (Vive la France!). Café, mucho café. Y de nuevo a la biblioteca. Estudia que te estudia hasta las 6. ¡Y luego libertad! para pasear, para leer novelas, para comer uvas. Libertad que dura hasta la estupenda cena que me espera dentro de un rato, jejeje.

1 comentario:

Rodrigo dijo...

Queso, yo, lo como antes, después y durante "o repasto"... Sea donde sea!
Goza a estadia, beijinhos!