martes, 19 de septiembre de 2006

Mi coche, me lo robaron


La primera parada. Castellana.

El otro día iba tranquilamente con mi Javi por la Castellana camino de una cita con nuestros amigos, cuando de repente fuimos requeridos en un control de rutina que estaba llevando a cabo un aburrido funcionario de movilidad. Que si enséñame el documento A, ahora el B, fíjate que el C te caduca en breve… cuando de repente, y cuando ya creíamos que teníamos todas las pruebas superadas (progresa adecuadamente), se le ocurrió contrastar la matrícula del coche con la de los papeles. ¡Y fíjate tú qué curioso!, que va y resulta que somos unos tránsfugas de la justicia y vamos por la vida con un coche que luce bien a la vista una matrícula que no es suya.

Los papeles administrativos y la rutina de un funcionario aburrido abnegado por la causa del transporte urbano, hicieron de esta experiencia matriculil algo difícil. Así que el que nos había parado, el mismo que había descubierto el fallo en la matrícula, empezó a llamar a gente y más gente, compañeros suyos también al servicio de la movilidad automovilística, para debatir el caso. Voy a omitir las conversaciones sesudas que allí se mantuvieron entre los agentes del orden, que no sabían si mandarnos a Chirona por delincuentes juveniles o hacer la vista gorda y marcharse a tomar unas cañas con los amigos del barrio. También es que pudimos confirmar que no tenían ni idea de qué hacer. Como siempre, en este país, las cosas nunca están claras y en ocasiones como esta, resulta que ves los verdaderos vacíos de la administración que se mezclan en estado de sublimación con la pereza intrínseca que debe dar tener un sueldo de por vida a la hora de realizar un trabajo a última hora de tu turno.

Pero bueno, terminamos siendo escoltados por amables policías hasta la comisaría más cercana, con el fin de que nos demostraran que tenían todo bajo control y que esto estaba chupado. Dos horas y media después, salíamos por la puerta de la comisaría sin coche, con un cabreo de dos pares de narices y con la fuerte convicción de que efectivamente, ser policía, llevar un arma y estar al mando del orden en este país, no requiere, por lo visto, ningún signo de inteligencia al menos exterior (para tranquilizar a los ciudadanos cuando estamos en sus manos más que nada). Por Dios, ¡que alguien enseñe a esa gente a escribir a máquina con más de dos dedos!

Segunda parada. Las Barranquillas.

El urbanismo en esta ciudad es de lo más agresivo. El hecho de que un trozo insignificante de terreno valga una millonada que no puede ni pagarlo una ortodoncia entera hecha de muelas de oro macizo, hace que un depósito de coches tenga que estar localizado en Las Barranquillas. Así que para allá que nos fuimos el lunes a recoger nuestro bólido del almacén temporal, con las matrículas buenas bajo el brazo y la remachadora en la maleta.

Llegar hasta allí no es fácil, y eso lo sabéis los que hayáis tenido que ir. Como buen lugar inmundo no existe para el ayuntamiento, y es mejor hacer como que no pensamos en ello para que desaparezca para siempre. Y si no existe, ¿para qué hacer carteles que indiquen cómo llegar? Nadie que no sepa ir ya por adelantado quiere ir a ninguna parte. Y si quieres ir, por si acaso eres de los malos, no te ayudan a conseguir tu propósito. Pero llegas, como a todos los sitios si te lo propones.

El mundo civilizado, en el que la gente ama y ríe, camina recta y mira al horizonte, acaba donde termina el buen asfalto. A partir de ahí, tienes que avanzar por un camino cochambroso que te advierte a cada paso que superar la barrera imaginaria siempre fue por tu cuenta y riesgo. Muros a un lado y a otro, camino estrecho, mucho barro y mucha, mucha, gente sin gente. Cuerpos enclenques, desafiando a la distancia, dirigiéndose hacia el poblado. Y camiones enormes circulando a toda velocidad, moviendo mucho aire al pasar.

El depósito de coches está ahí, rodeado con una valla con alambrada de pinchos sobre un muro de cemento altísimo. Dentro, unos miles de toneladas de chapa se amontonan bajo la mirada experta de guardas de seguridad. Oye, que yo vengo del mundo civilizado. Yo soy normal y no me merezco estar aquí, así que dame el coche rápido, por favor, que quiero irme a mi casa. Este lugar es muy extraño.

Y nos dieron el coche, pusimos la matrícula en el camino cochambroso con cuidado de que los camiones no se nos llevaran por delante y emprendimos la marcha hacia nuestra verdadera ciudad. Una ciudad en la que estas cosas de Las Barranquillas no pasan.

Mis amigas y el yonki-taxi.

El mal que pueden hacer los carteles en el bienestar social no está estimado por ningún indicador. Y es algo patente.

Tengo unas amigas que viven en la Glorieta de Embajadores y están hartas de la afluencia de toxicómanos a su calle, ya que se reúnen ahí para coger los yonki-taxis a Las Barranquillas. También pululan por ahí y se pinchan en los portales porque no tienen casas donde hacerlo. Los portales están a la vista de todo el mundo, y como mis amigas son mundo, pues los ven y tienen miedo. Yo las entiendo porque pese a que piensas que los pobres con esos brazos y esas piernas no tienen fuerza para nada, ellos cuentan con el arma de la impresión que te da, que anula por completo tu baza del ratio músculo-suyo/músculo-tuyo.

Pero ya he descubierto el misterio, porque he bajado a las catacumbas de Madrid. Y es que desde Las Barranquillas, los únicos carteles que te indican, dicen “c/ Embajadores”. No hay más que seguir las indicaciones. Y si las sigues, pues llegas a la casa de mis amigas y les das una alegría si eres tú o les das un susto si estás puesto de todo.

1 comentario:

Kiko, ese hombre. dijo...

Este post es simplemente genial!
Gracias!