jueves, 6 de enero de 2005

Nací el 3 de julio


Nací el 3 de Julio de 1976 en Barcelona, de eso hace ya 28 años más que estrenados. Cuando llegué a la familia ya había tres miembros y todos se conocían desde hacía tiempo, pero eso no debió importarme en ese momento porque decidí quedarme a ver si me hacía un hueco.

La verdad es que de esa primera época, como es natural, no recuerdo gran cosa. Las imágenes que tengo son simplemente eso: imágenes aisladas de momentos, que sacadas de contexto, permiten que yo haya montado en mi mente una historia particular de cómo fue el conjunto entero, con todos sus días uno detrás de otro sin interrupción alguna. Y como soy así de apañada, pues en algún momento debí optar por tener una infancia feliz y ese es el aroma que le he dado a todos esos momentos desperdigados, hasta tal punto que hoy en día puedo afirmar y afirmo, que la infancia fue una época de lo más feliz de mi vida. Y si no la más feliz, en la que yo recuerdo que la familia funcionaba más en armonía, en la que imagino a mis padres todo el día riendo y queriéndonos mucho, como si los problemas y los malos rollos hubieran llegado mucho más tarde, como unos intrusos del tiempo.

Me acuerdo por ejemplo perfectamente de mi casa, la primera que tuve. Y no es que la haya visto en fotos durante todos estos años, porque un incendio de una casa que tendríamos mucho después nos dejaría a la familia prácticamente huérfanos de documentación tangible de aquellos días, o séase, sin fotos. Y yo me acuerdo de los muebles, de la distribución, del armario de mi cuarto donde guardaba la ropa, del salón, de la tapicería de los sillones... También me veo a mi misma asomada a la terraza de ese mismo salón con mi padre, viendo por primera vez en mi vida nevar. Y pintando en la mesa blanca de mi habitación, que se sujetaba con pocas patas porque estaba apoyada en la pared, imitando a lo que hoy yo llamaría una estantería bajita. Y también recuerdo un día que vomité la sopa en la cocina... Sin embargo, de lo único que no consigo acordarme es del cuarto de mis padres.

También tengo recuerdos de los inicios de mi vida académica. Tengo imágenes, un poco pochas eso sí, de lo que era mi guardería y otras un tanto más sólidas de mi primer colegio. La cara de mi primera amiga no está muy definida pero está, y consigo recordarla en el último día que la vi mientras me alejaba en el coche.

Todo el mundo dice que yo estaba un poco pegada a mi padre y como lo dice todo el mundo, pues será verdad. Un día me rompí la clavícula intentando pegar a mi hermana (curioso que esa sea una de las únicas imágenes que tengo de ella durante mi infancia y que ahora sea tan importante en mi vida). El hecho podría haberse convertido en negativo pero como siempre, ahí estaba papá para convertirlo todo en luz y armonía. Me llevó al médico (o sólo le recuerdo a él mientras lloraba y lloraba cuando el médico intentaba escayolarme) y luego, lo verdaderamente divertido, es que me pintó el símbolo de superman con rotuladores de colores en el blanco del yeso. Eso sí que cambiaba las cosas. También recuerdo cuando nos llevaba al parque a ver los pavos reales a mi hermano y a mí.

Mi hermano: otro gran protagonista. Tengo grabado en la memoria como si fuera ayer el día que nació. Recuerdo que fui con mi tía Bele al hospital (la cual le regaló el oso de peluche que sigue teniendo en su cama) y que Manolo (Ima para mí) llevaba puesta una chaquetita azul de punto mientras dormía plácidamente en una cuna transparente. Todos parecían felices pero yo no me dejé engañar por la situación y mucho menos embaucar por el renacuajo ese al que todos adoraban, así que pese a mi corta edad, en seguida comprendí mi nueva misión en la vida: tenía que quitarle de en medio. Entonces, y esto ya es porque me lo cuentan, empecé a hacerme pis, a volcarle la cuna a la mínima, a llorar sin parar a todas horas... y él resiste que resiste, como si fuera de goma, negándose a lo que por aquel entonces era evidente: que sobraba. Y yo no me veo haciendo nada de eso, pero sí que es verdad que él marca una presencia muy importante en toda mi infancia.

Los años que siguen luego son un poco rollo de contar. Yo me lo pasé bien pero no tienen nada de particular. Nos vinimos a Madrid y yo por supuesto, me acuerdo del momento exacto en el que nos montamos en el coche, en el que mis padres habían puesto un colchón en el asiento de atrás para que los tres hermanos fuéramos tumbados al revoltijo durante el viaje, dispuestos a no volver a Barcelona más a no ser que fuera de visita. No debió sentarme muy mal la noticia porque no me recuerdo nada infeliz o angustiada.

De esta época tengo recuerdos de Paula (llamémosla mi primera Paula) y de Andrea, de los momentos de Las Matas, de lo bien que lo pasábamos juntas, de los disfraces y el garaje lleno de juguetes, del tiempo en casa de Concha... también me acuerdo de mi hermano, con el que compartía colegio, cuarto, horarios, vacaciones, juegos... También tengo recuerdos malos, de esos que te enseñan tanto en la vida. Mi mamá se puso mala y todos tuvimos que enfrentarnos a la enfermedad como pudimos. A partir de ese momento y hasta ahora, no he parado de aprender de ella lo que son las ganas de vivir y de estar aquí para verlo todo. Para olerlo todo. Para escucharlo todo. Para ser capaz de ilusionarse por todo.

Encontré mi sitio en el segundo colegio en el que estuve y en el que me quedaría hasta COU. En él conocería a los que ahora constituyen esas amistades que sabes que durarán toda la vida. Vamos, que son los que ahora considero mis amigos del día a día, con los que quedo constantemente y con los que he pasado muchas aventuras.

Cuando era más pequeña no era una persona especialmente sociable. Tenía un papel muy importante dentro de la “minisociedad” que constituye siempre una clase de poca gente y digamos que era una de las figuras que dominaban por encima de los demás, pero no me relacionaba mucho con el grupo y me limitaba a tener más bien amigas únicas con las que jugar. El punto de inflexión entre esa situación y la de ahora, en la que soy quizás más abierta al resto, creo que me lo dio mi estancia en Irlanda. En 1991 me fui un año a estudiar fuera con mi hermano y supongo que me vino bien verme sola, rodeada de desconocidos, en un ambiente que no era el de toda la vida en el que conocía a todos y en el cual mi posición estaba clara. El caso es que cuando volví cambié un poco de amistades dentro de la clase y me hice muy amiga de una chica, llamada Paula para variar (a la que llamaremos Paula 2), que había llegado una año antes de irme y en la cual no había reparado antes, porque no me acuerdo en absoluto de ella hasta después de mi vuelta.

Desde ese momento, podemos decir que es cuando empieza mi verdadera vida social tal y como la entiendo ahora. Tengo amigos, chicos y chicas con los que salgo, vamos de acampada, vamos al cine, empiezan las peleas típicas de la edad del pavo, vamos a conciertos, organizamos un grupo de teatro... esa etapa, pese a la forma tremendista e intensa en la que una la vive, las tragedias por las que atraviesa, la incertidumbre ante todo... en mi lista “top ten” también es una de las más felices de mi corta biografía y sobre todo, si la miro retrospectivamente. La diferencia con mi infancia es que de ésta estoy orgullosa, me siento responsable de cómo se desarrolló y sé que tengo una parte de mérito en que así fuera. No la cambiaría por nada del mundo y muchas veces pienso que es el origen de que en ocasiones me sienta distinta, que no mejor, ante los demás, que han hecho cosas diferentes, más propias de los tiempos que corrían, como podría ser ir de discotecas, salir con chicos, pintarse, preocuparse por los modelitos... Es como si me pareciera que lo mío, lo nuestro, fuera mucho más sano y enriquecedor, al menos para mi forma de ser.

La siguiente época viene marcada por el hecho de que yo me hice excepcionalmente amiga de Paula 2 y de Jimena (que no era del colegio pero que se introdujo en el grupo gracias a los lazos de sangre que la unían con dicha Paula 2), y al final terminamos por hacer una piña entre las tres. Dejamos un poco de lado al resto, nos peleamos con los demás por chorradas de las que ahora ni me acuerdo (pero que vamos, que en ese entonces me parecían por lo pronto desastre nacional) y nos separamos de los demás para tomar nuestro propio camino, que era un único camino para nosotras tres. Durante un año mantuvimos una relación obsesiva en la que no cabía nadie más, llegando a un grado de intimidad de esos a los que se llega pocas veces: éramos las mejores amigas, nos veíamos todos los días (al menos yo con Paula 2, porque nos sentábamos juntas en clase) o hablábamos horas por teléfono, nos contábamos todo durante charlas interminables, hacíamos planes de futuro que nos incluían a las tres al mismo tiempo... A partir del viernes estábamos 24 horas juntas, botando de casa en casa para quedarnos a dormir y aparecer finalmente cada una en la suya el domingo por la noche.

Pero de repente, apareció por medio un grupo de chicos entre los que desde el principio no me sentí nada bien. Y eso fastidió todas las cosas. Sin haber avisado con un mínimo de antelación y sin haber efectuado una votación al respecto, la amistad perfecta se abría para otros y yo, además, no tenía suficiente fuerza para tirar hacia lo de antes. Así que me quedé fuera, sola, totalmente en desacuerdo con lo que ocurría y demasiado triste como para nada. Además se juntó con malos rollos con mi madre en casa (que tocaban por la edad), que empezaba la facultad y que todos nuestros amigos a los que veíamos de vez en cuando habían dejado de estudiar, incluidas Paula 2 y Jimena.

El clavo ardiendo al que me agarré fue la facultad, en la que, con un poco de suerte que salió en mi busca desde no sé exactamente dónde y gracias a unas cuantas visitas al psicólogo supongo, me hice mi hueco y encontré a gente muy parecida a mí con la que empecé a pasármelo bien en lo que considero otra etapa de mi vida. Todavía, pese a haber terminado la carrera ya hace varios años, sigo viendo a mis amigos de la universidad y entre todos conformamos un grupo bastante sólido. Es en definitiva, mi otro grupo de gente con la que contar, entre los que se encuentran muy, muy buenos amigos que también llenan muchas historias divertidas y que forman una válvula de escape distinta a la de los del colegio, porque, ¡son tan diferentes entre ambos!.

Y gracias a Mario, un amigo de la facultad, es que conocí a Tigre, que ha sido mi primer novio y lo ha sido durante 4 años. Cuando creía que iba a estar constantemente nadando en la desolación de la soltería, los nubarrones grises del cielo se abrieron y me plantaron ahí, como si tal cosa, a semejante personaje que me dejó prendadita de amor en cuestión de segundos. Y encima resultó que era correspondido. Y contra todo pronóstico, cuando mis amigas ya me estaban allanando la pista para que pudiera salir corriendo de tamaño compromiso (como es costumbre en mi y había venido siendo por los siglos de los siglos), empecé una historia con aquel chico que consiguió que yo pasara por encima de todos mis miedos cual atleta de un mismísimo decatlón. Y la verdad es que no puedo quejarme de nada.

Y durante mucho tiempo fuimos muy felices, (sí, lo iba a decir: en lo que considero la siguiente etapa de mi vida) y disfrutamos de una historia de amor muy bonita, llena de amistad, risas, satisfacciones, bla, bla, bla. Pero luego la cosa se fue enfriando y las situaciones se nos echaron encima y de repente me encontré viviendo y adentrándome en decisiones muy importantes con una persona con la que no estaba segura de querer compartir todo eso. Y yo solo quería salir de allí, que todo se arreglara por arte de magia, correr lejos dejando todo atrás como si corriendo pudiera llegar a un país desconocido en el que las cosas no dolieran nada, en el que alguien se hubiera comido el ruido de los pensamientos. Pero lo único que corría, y a una velocidad desorbitada, era mi cerebro. Porque yo no hacía más que quedarme quieta, alimentando con trozos de mí a la pena que llevaba dentro.

Pero bueno, supongo que llegó un momento en el que todo pudo conmigo y sin ser exactamente consciente de ello, empecé a salir de todo eso. Así que cogí el repentino coraje y me lo eché a la espalda, camino de casa de papá y mamá. Otra vez. Lo malo es que las dudas, los recuerdos, el cariño, el miedo, la soledad... se vinieron conmigo a mi nueva vida. Y en ello estuve mucho tiempo, hasta que me planté y le hice cara, empeñada en una limpieza a fondo del disco duro de mi personalidad, abriendo archivos aquí, archivos allá, cortando y pegando vivencias. Había que dejar sitio a las que estarían por venir.

Y de nuevo volví a ver a todos mis amigos tanto como los veía antes, y me sentía muy feliz de tenerlos a todos a mi lado. La verdad es que estoy muy bien con ellos, me siento parte de una sociedad que me llena, lo que me hizo sentirme por aquél entonces yo misma otra vez, retomándome donde me había dejado olvidada. Y sobre todo, dándome cuenta de que no se me había olvidado ser como era, o sea, que de repente estaba segura que todo este tiempo de tristeza no es que hubiera sido, sino que había estado. Sólo era cuestión entonces de acabar de escupirla.

Y bueno, también en esos momentos, de vuelta en casa de mis padres y haciendo las veces de ejecutiva agresiva en un trabajo desenfrenado cuando no soy ni ejecutiva ni agresiva, me marché a Cuba de vacaciones y el cerebro terminó por descolocárseme del todo. Y cuando volví, decidí que había que tomar decisiones drásticas y que tenía que darle salida a una inquietud que me estaba desbordando el alma. Una vez explorado el entorno más inmediato, reconocer de nuevo a mis amigos y dejarles entrar en mi vida mientras yo me arropaba con la suya, sentía que el mundo me llamaba y cogí las maletas y sola me planté en Edimburgo, sin haber estado antes y sin conocer a nadie allí.

Y bueno, esa es una etapa que tiene una vida propia, un capítulo aparte que algún día contaré. Ahora estoy de vuelta en casa, con un pie aquí y otro en el aire, como esperando a ver si se posa en algún otro sitio o viene a juntarse con el que está en Madrid. Pero esta también es otra historia aparte. Una historia que tiene que ser contada desde dentro y por eso, tengo que esperar a que me vengan las ganas de mirarme con lupa.

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