Cuando todo empezó los palos de su jaula eran blancos como las nubes. Sólo llevaban allí unos minutos cuando ella de pronto sacó un trocito de ella a relucir. Un trocito alegre con final triste. Él la miró con atención, torciendo ligeramente la cabeza como los perros cuando escuchan, y entonces arrancó lentamente a hablar, explicándose a si mismo lo que acababa de oír, intentando integrarlo en su madeja.
Ella se durmió en esta hamaca de palabras, mecida, despacito.
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