Todos los días vamos a la playa por la mañana. Aquí las playas son malas y la arena está muy lejos de ser la arena que el año pasado disfrutábamos en Sarasota de la compañía de Miki. Hay piedras por todos lados y te haces daño en los piececillos cuando te quieres bañar. Pero aún así, vamos a tumbarnos sobre lo que tenemos, que es menos que nada, y sacamos la sombrilla. Y desde allí viajamos hasta donde nos lleven nuestros libros.
Ayer fuimos a una de arena y tuvimos que buscar concienzudamente un hueco para poner la sombrilla. Es lo que tiene el poder meterte en el agua sin cagarte en toda la geología española y sus múltiples minerales y piedras no preciosas. Creo que preferimos nuestra soledad alicatada que compartir con medio pueblo la poca franja de arena que queda entre el terraplén y la orilla. Cuestión de gustos.
Eso sí, ¡¡hoy toca piscina!! Con su cloro, sus baldosas, su agua transparente, su asepsia, su ausencia de medusas o tiburones blancos hambrientos... si es que en el fondo, soy más de ver lo que pasa en el fondo que sirena.
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