Ayer, tras desastres y pérdidas de conexión etc, aterricé en Oulu, Finlandia, 7 horas después de lo previsto, y no me importó, por que por fin estaba en casa.
En el aeropuerto me esperaban dos de los mejores pares de brazos del mundo, nos dimos besos a pesar del cristal de la aduana que nos separaba y nos gritamos cosas bonitas a pesar de que el dichoso cristal no deja pasar ni un ruido. Luego me di la vuelta y vi cómo los finlandeses que esperaban sus maletas me miraban como si estuviese loca. Poco importa, es todo parte del ritual del reencuentro, y por tanto tiene toda la hermosura de lo inútil y lo intenso.
Hace cinco años que vine aquí por primera vez y me di cuenta de que aquí me gustaba vivir. La vida es tranquila, el cielo está blanco, hay nieve por todas partes y las ramas de los árboles parecen hechas de cristal. Cuando hace mucho frío se dibujan flores de hielo en las ventanas y los niños juegan en los patios de las guarderías disfrazados de bolas de ropa. Hay saunas, hay regaliz negro, hay chocolate. Todo me gusta. Esta noche, cuando entre periodos de sauna salga al balcón a beberme una cerveza y a mirar el cielo, pienso suspirar de dicha miles de veces.
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