Odio comprar ropa, pero por encima de todo odio comprar ropa interior. Trauma de infancia o lo que sea, ese odio me lleva a sobrevivir precariamente con una colección de bragas pleistocénicas, todas del color del que salen cuando uno lava en la lavadora ropa blanca y de color a una temperatura no adecuada, es decir, algunas rosáceas, otras grisáceas, y otras de otras tonalidades acabadas en –áceas.
Y los agujeros… los agujeros no tienen un ciclo de vida similar al de otras criaturas, ellos no nacen, se reproducen y mueren, ellos se quedan en la fase de reproducción, grandes, pequeños, familias, hordas, huestes, manadas de agujeros que habitan mis bragas confiriéndoles un aspecto lamentable.
Esta triste situación podría vivirse en silencio de no ser por determinadas ocasiones embarazosas como la de hoy, en la que he ido a la médica y me ha hecho quedarme, para enorme bochorno mío, en bragas y calcetines... (y encima las llevaba puestas del revés, jajajaja, con la etiqueta (en la que ya no puede leerse nada) colgando de un lado), sniff, yo no sabía si reírme o esconderme detrás del aparato para medir la tensión…
Para otro día un post sobre las sensaciones que se experimentan al ser una persona de gustos sencillos y adentrarse en la sección ropa interior femenina de unos grandes almacenes, en donde reina la lycra, los tangas con incrustaciones de pedrería, las bragas de felpa de cuello vuelto y los sujetadores para dar de mamar…
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